Sin lugar a dudas, Casimiro Biguá ocupa un lugar trascendental en la histórica disputa que mantuvieron chilenos y argentinos para hacerse con el control y la soberanía de gran parte de la Patagonia. Fue uno de los líderes nativos más destacados del siglo XIX y su persona ha despertado odio, admiración y respeto tanto en adversarios como en partidarios.
Su figura política ha sido utilizada en varias oportunidades para justificar conflictos imaginarios, construir enemigos inexistentes, tergiversar la historia, avalar una supuesta argentinidad que nunca existió en él, construir la representación híbrida y distorsionada que poco tiene que ver con la realidad y transformarlo en un mito fundacional que reivindicó un Estado genocida y criminal.
Casimiro Biguá no tenía títulos de nobleza, ni provenía de un linaje renombrado, carecía de riquezas y de fuerzas militares que rubricaran su ascendencia y carismático liderazgo. Sin embargo, emergió como un avezado plenipotenciario ante chilenos, argentinos, europeos e indios, mostrándose como un referente sin igual y como un interlocutor válido. Casimiro Biguá construyó su liderazgo paso a paso, como un eximio ajedrecista. En numerosos parlamentos deslumbró con la dulzura de sus palabras y la contundencia de sus argumentos, posicionándose en un lugar clave y de trascendencia dentro del complejo entramado de redes sociales interétnicas y criollas.
Nuestro astuto líder siempre tenía la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta y el extraordinario don de leer a sus interlocutores, siendo poseedor de una distinguida personalidad con la cual atraía, seducía y conquistaba por igual. Al extender su mano y su manto, concedía o negaba, aprobaba o hundía en el mar de las desesperanzas las expectativas de sus adversarios. Casimiro Biguá sabía manejar el arte de la diplomacia en su máxima expresión.